Hace años, muchos años, la gestoría con la que trabajamos me regaló una botella de Moët & Chandon Brut Impérial.
Como no me gusta el alcohol, nunca la abrí. Pero me dije que cuando aprobara física sería el momento de descorcharla.
Pasaron los años y no aprobaba física. La botella seguía en mi habitación como un recordatorio constante de la promesa, mientras yo me peleaba con Faraday, intensidades, bombas de calor, lentejas colgando del techo de un vagón de tren en movimiento, fuerzas angulares, electromagnéticas, gravitacionales y ya no me acuerdo cuántas cosas más.
En esas estaba cuando me mudé a Villalba. La botella ya no estaba en mi habitación. O estaba, pero dándome una tregua, escondida en algún rincón, esperando su momento.
Y el momento llegó, porque aprobé física. Creo que ya lo escribí: fue una total sorpresa. No sabía que, finalmente, sabía tanto de física como para aprobar (y con nota, ojo). Pero los conocimientos que ocupaban mi cerebro habían enterrado la botella.
Tanto, tanto, tanto la habían enterrado, que cuando la vi en mi vieja habitación, ahora de mi hermano, pensé que no era mía.
Sin embargo, hoy, estando sola en casa de mi mamá, entre cajas, armarios vacíos, silencio y recuerdos (propios y ajenos), abriendo con nostalgia cajas que me traje de Málaga, cartas de amor atesoradas durante años, souvenirs de viajes hace años olvidados, mi árbol de navidad abandonado… Entre tanto pasado, miré la botella y fue como si me la acabaran de dar. La botella con la que iba a celebrar que aprobé física.
No sé si abrirla, ¿estará bien el champagne, después de tantísimo tiempo sin prestarle la más mínima atención?