Hubo un tiempo en que jugaba con muñecas. Sí, sí, lo juro. También jugaba con cochecitos y rastrings (algo así como los Lego), pero las protagonistas de este recuerdo son las muñecas. Las muñecas rotas y enfermas, más bien. Porque con mis vecinas Julieta y Soledad no tuvimos mejor idea que hacerles un hospital. ¿Y cómo se distinguen los hospitales? Por una gran cruz roja en un fondo blanco, ¿verdad? El fondo blanco lo teníamos: la puerta del baño de la Casita de los Regalos. También teníamos pinceles. Y témpera roja. Y tiempo. Me acuerdo de la cruz, y me acuerdo del espanto de los adultos de haber pintado una cruz en la puerta del baño, jajajajajaa. No me acuerdo de haberla lavado, imagino que lo harían ellos.
La acabo de nombrar, pero es que era una institución en sí misma. En Témperley teníamos, según entrabas, el jardín delantero, la casa, el jardín trasero donde estaba la piscina, una casita (ya quisiera tener ahora esa casa), el patio amarillo y el galpón. Y fin. La casita tenía un porche que daba acceso al salón. De ahí salía el lavadero/cocina, con acceso al patio trasero, el baño-hospital, un pequeño espacio separado por una arcada, donde años más tarde iría el ordenador con el módem tocando «música celestial para nuestros oídos» y una habitación. Cuando éramos pequeños, aquello era La Casita de los Regalos. Ahí guardábamos los patines, las raquetas de tenis, … Vamos, que ahí guardábamos de todo. Menos mis puzzles. Esos los armaba en el living. Después la casita se convirtió en cuarto de invitados, lugar de reunión con amigos (podíamos hacer ruido ahí sin molestar a nadie, ya que estaba alejada de la casa principal), …
Y tanto que libre. La calle donde yo vivía se inundaba con facilidad. Era una calle cortada, estaban las vías del tren al final (ese tren que ya no escuchaba, claro. Pasaban continuamente y mi mente los ignoraba totalmente) y un inmundo arroyuelo corría por debajo de la calle. No olía mal ni nada, casi no nos percatábamos de su presencia, pero es importante para el relato. Ya tenemos los dos ingredientes: calle inundada y arroyito con restos de hidrocarburos. Si a eso le agregamos que era verano, que Sole y yo tendríamos unos 8 años y que hacía calor… Pues sí, señoras y señores, se nos ocurrió calzarnos el bañador y salir a nadar a la calle. Jajajajaa, ¿quién puede decir que nadó en su calle? Obviamente la aventura terminó en una Norma o una madre (no me acuerdo) fregando y restregando a una niña en la ducha, para sacarle los restos de agua sucia. Pero fue muy divertido.
«Nooooooooooooooooooooooooor, licuaaaaaaaa!». «Noooooooooor, ¿dónde está mi pollera?». «Noooooooooooooooor», «Noooooooooooooooooooooooooooor» y «Nooooooooooooooooooooooor» para todo.
Norma es la señora que nos cuidaba cuando éramos chicos. Era la que luchaba por hacernos dormir la siesta en verano (misión imposible. Pablo y yo nos escapábamos por la ventana para irnos a la piscina), la que nos esperaba con golosinas, helados o galletitas en casa cuando volvíamos del cole, la que nos enseñó a decir «aggggg, qué asco» cuando teníamos que comer algo que no nos gustaba (para desesperación de mi mamá), la que me abrochaba los corpiños (sujetadores) cuando finalmente me resigné a empezar a usarlos, la que me enseñó que hay una noche mágica en invierno (24 de junio) en que si ponés dos agujas en una cacerola llena de agua y se juntan, significaba que el chico que me gustaba estaba enamorado de mí y sería mi novio, la que me decía «quisiera ser un pajarito para ir volando a tu casa cuando vivas sola y poder ver cómo la tenés» mientras levantaba la ropa que siempre debajaba (y sigo dejando, Nor) tirada por todas partes, la que… La que casi todo. Nor era la respuesta a cualquier pregunta y a cualquier duda. Y esas preguntas y esas dudas siempre empezaban con un alarido (la casa era grande, pero más lo eran nuestros pulmones): «Noooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooor». Y ella venía y nos decía «me van a gastar el nombre de tanto llamarme».
No me acuerdo qué edad tenía cuando me regalaron la primer bici sin rueditas. Era rosa, con una cesta blanca adelante, donde yo paseaba a una muñeca con pelo de lana morada. Iba al final de la calle, me bajaba, le daba la vuelta a la bici y volvía al principio, donde volvía a bajarme para girarla y volver al final para volver a… Etcétera. En una de esas, iba con mis amigas, ellas caminando y yo con mi bici, y se fueron para el principio de la calle. Y yo, gritándoles un «cheeeeeeeee, espérenmeeee» di mi primera vuelta en bici.
Teníamos rejas adelante, en todo el frente de la casa. Abajo, los barrotes estaban más juntos para que los perros no se escaparan (totalmente inútil en el caso de Mozart, que se subía a la caseta del gas y se piraba igual), pero eso no impedía que Colita atendiera a sus pretendientes. Cuando entraba en celo, aquello se llenaba de perros que venían a lucirse delante de mi perrita. Pero Coly no era la única que ligaba a través de la reja. Yo era muy vergonzosa (lo sigo siendo) y me daba vergüenza hablar con los chicos del barrio. Y más con Mauro, que se acercaba a la reja y me decía que yo era su pajarito o me traía flores…
Mi casa era la casa del pueblo. Organizábamos cumpleaños, reuniones, colonia de vacaciones en verano (Sole y yo les enseñábamos a los vecinos a nadar en mi piscina xD), pero a veces, también jugábamos en la calle. En esta ocasión, jugábamos a la escondida (escondite). Yo, siempre que juego, me dejo la vida, y también me dejé la piel en el asfalto cuando, corriendo como alma que lleva el diablo para llegar a picar, me tropecé y me caí, haciéndome la cicatriz que llevo en la rodilla izquierda.
Esto, en realidad, no es un recuerdo. Es una constante en mi vida. Lo hice toda la vida y lo seguiré haciendo hasta que muera, yo creo. Difícil explicar qué es el pescadito… Es una posición de la lengua, como pegada al paladar superior y la punta rozando los dientes inferiores. Se acompaña con apretar la punta de un almohadón. Yo creo que está relacionado con el mamar, inicialmente, aunque ahora lo hago cuando tengo sueño o aburrimiento (tumbada en el sofá, viendo la tele, por ejemplo). La cuestión es que se me pone una cara muy tonta, así, como la barbilla mu arrugá, y a veces hago un ruidito (me acuerdo una vez, volvíamos de vacaciones en Córdoba con mi familia y Nico, y yo me quedé a dormir en la habitación de mi hermano y me soltó un «¡¡¡¡¡dejá de hacer ese ruido, que no me dejás dormir!!!!»). Los almohadones los termino destrozando, con tanto sobeteo, y mi mamá me los tiraba, en un acto de traición. Pero sigo teniendo almohadones que sobar y sigo haciendo el pescadito. Eso sí, en la máxima intimidad de mi casa. Incluso, pocos novios con quienes he convivido saben lo del pescadito. Bueno, saberlo lo saben, pero verlo, eso es pa mí namás.
Mi mejor amigo era Esteban. Lo quería, y sigo queriendo, con locura. Nos tirábamos todo el día juntos. Esteban es un año mayor que yo y Clary, su hermana, un año mayor que Pablo. Les tengo la pista total y completamente perdida. Pero cuando éramos peques, dedicábamos mucho de nuestro tiempo extraescolar a hacer trastadas. Vivíamos pared con pared. En mi lado de la pared, estaba el palo del toldo, por el que trepábamos como monos para encaramarnos a la pared. De su lado, habíamos puesto una silla para poder subir. Y así, subiendo o bajando por la silla y palo, cruzábamos de casa en casa sin tener que andar llamando al timbre. Pero un día, decidimos tomar una medida más práctica: hacer una puerta en la pared. Elegimos el lugar más idóneo, la dibujamos con lápiz (ajajajaja, era enoooooooooooorme), y empezamos a picar. Pero la pared era demasiado dura y lo dejamos por imposible.