Me gusta vivir al límite. Siempre confiando en que los astros se alíen a mi favor. Suelen hacerlo, he de decir. Yo intento no poner a prueba mi suerte, pero, al final, la cabra tira al monte.
Hoy es el concierto de Jamiroquai. La semana pasada, el lunes o así, decidí que quería ir. No es que decidiera tarde, es que me enteré tarde. Es en Málaga, así que necesitaba permiso de mi jefe pa llegar tarde el jueves a la oficina. El viernes pasado, a las dos de la tarde, se lo pedí y me lo concedió (tengo un jefe muy majo. Creo que no escribí nunca acá sobre él). Compré la entrada, compré el billete de avión. Estuve lista y conté con los habituales retrasos de Iberia, así que lo compré para volar temprano. Tocaba salir antes de la oficina también. Pero, por suerte, existe el check-in online, gracias al cual se puede ir directamente a la puerta de embarque y saltarse la restricción de tener que estar con mucha antelación en el aeropuerto. Con lo que no contaba era con los fallos del sistema de Iberia. Por alguna razón, mi billete no se podía facturar online. No pasa res, me dije, salgo antes y fuera.
Tenía curro, así que, al final, salí a las dos. El trayecto hasta el aeropuerto se dio bien, así que a las tres menos veinticinco ya estaba en la T3, donde Montse me esperaba para que le diera un libro. A Montse, como a mí en su momento, le extrañó que el vuelo de Iberia saliera de la T3 y no de la T4. La T3 está en obras, así que tuvimos que ir para la 2. Por mucho que buscamos, no estaba Iberia ahí. Y normal, porque salía de la 4. La facturación cerraba a las 15:05. Eran las 14:53 y estábamos en la T2. El bus, que tarda unos 10′ en hacer el recorrido T2-T4 salía a las 14:55. Por supuesto, apareció un moderado Murphy, y el bus llegó a las 14:57. Ya me veía yendo en coche a Málaga. Nerviosa, pero aún bromeando por mi estupidez. En ese momento dejé de mirar el reloj. Daba igual. Alea jacta est, o algo así. Y carpe diem y su puta madre. El bus llega a destino, tarda unos mil años en abrir la puerta, le digo a Montse «corré» y allá que nos lanzamos las dos. El aire hacía «shium, shiuuuuuum» al cortarlo nosotras con nuestra velocidad supersónica (tal vez valga la pena aclarar que Montse traía unas plataformas más altas que yo y que mis sandalias patinan…).
Sorteo a unos pocos turistas despistados, derrapo en un giro de 280 grados al ver la máquina, introduzco los datos del billete, le doy a aceptar toda triunfal y la mierda de máquina me dice, con su característica frialdad de letras azules: VUELO CERRADO. Le agradecí su maldita eficacia y puntualidad suiza, y me fui a un mostrador. Estaban todos cerrados o llenos. Montse, cual tío este del mástil de la Santa María descubriendo América, señala: «¡ahí!». Alonso no sale tan rápido. Sin aliento, le cuento mis penas a la del mostrador. Me pedía el DNI y yo no atinaba a sacarlo. «El vuelo está cerrado», me dijo, emulando a la maquinita de los cojones. «Ya lo sé, pero es que» y vuelvo a soltar lo del problema del web check-in y demás. «¿Vas a facturar equipaje?». No pensaba hacerlo, pero hubiera dejado en ese momento hasta a mi madre, si hubiera sido necesario. Habla por teléfono pidiendo permiso. No quiero mirar. No quiero escuchar. No quiero saber nada de esa conversación. Solo quería que acabara la agonía. «Haz tenido suerte, pero no me vuelvas a hacer esto, que se pasa muy mal». Después de prometerle que nunca más y de jurarle mi amor eterno, salí corriendo al control de acceso. Sabía que el vuelo salía con retraso, me lo había dicho mi amor («es la primera vez que me alegro de que el vuelo salga con retraso», le confesé, a lo que me respondió que daba igual, la facturación se cierra siempre a la misma hora), pero aún así pedí permiso para colarme y me dejó una pareja.
Ahora, con una hora de retraso, el sobrecargo nos dice que pongamos nuestros asientos derechos.
Los dejo que, por suerte, vuelo a Málaga.
Vuelo cerrado
