En realidad, esto no tiene nada que ver con la fábula de Esopo, solo la coincidencia de los protagonistas: una zorra (yo) y unas uvas (unas uvas).
Quien haya tenido la desgracia de pasar una Nochevieja conmigo me habrá visto pelar (o le habrá tocado hacerlo para mí) una a una las doce uvas, quitarles las pepitas y tragar, con un deje de cara de asco, la susodicha fruta.
Estaba yo en Split, con esta mentalidad abierta que tengo desde que salí de España (hasta estoy probando nuevos sabores de sladoled: kiwi, coco, melón, … El chocolate blanco y la stracciatella los probé como muestra de control. El veredicto es que los croatas, además de construir unas ciudades preciosas y conducir como el culo, hacen unos helados exquisitos), paseando por el mercado, cuando unas uvas llamaron mi atención. Hacía calor, estaba cansada y hambrienta, y las vi. Fue amor a primera vista. Estaban tan verdes y brillantes, eran tan grandes como peras, y las tuve que comprar. En realidad, cuando las vi pasé de largo, pensando en Año Nuevo. Pero tuve que retroceder. Después de un rato de charla con el tendero (en italiano, inglés y español. Ríete tú de los llanitos), le di las hvala en mi perfecto croata y me fui con mi tesoro. En plan ritual, me senté en el paseo marítimo, las veneré un momento, les pedí permiso para comerlas y me llevé la primera a la boca…
Aquello fue… ¿Cómo describirlo? Pues más o menos como siempre. Se las terminé regalando a una de las australianas con la que compartí habitación esa noche.
Moraleja: no es oro todo lo reluce, pero quien no arriesga no gana y no alegra a sus compañeras de cuarto.